Hasta finales del siglo XII, en estas
tierras nuestras que nos acogen y nos alimentan, eran poco más que Lobón,
Arguijuela, Loriana, posiblemente Cubillana cuyo monasterio ya es mencionado en el siglo
VII, y del que Bernabé Moreno de Vargas, – siempre con las reservas que
corresponden con este autor – apunta que “cuentan
historias portuguesas que el rey don Rodrigo después de la batalla en que
perdió su Corona y sus vasallos, vino a parar al monasterio de Cubillana”, y “esta población
de moros llamada Motijo…”[Sic] Y algunos caseríos diseminados.
PRIORATO DE SAN MARCOS DE LEON |
Fue en el siglo XIII, cuando los reinos de
Castilla y León, que cuentan con la ayuda en hombres y pertrechos de las
órdenes militares – algunas como las de Calatrava y Alcántara con más de medio
siglo de vida – luego de la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, inician una
progresiva conquista de al-Andalus y, como es lógico pensar, una consecuente
repoblación que llevan a cabo con el asentamiento de gente del Norte y provenientes
de zonas pobres o montañosas. Durante el primer cuarto de aquel siglo XIII, continúa
la expansión y es Alfonso IX de León quien entre 1228 y 1230, conquista y
repuebla Cáceres, Mérida y Badajoz, y sus zonas de influencia “… hasta el año 1228 que se ganó Mérida y entonces se
despobló porque los moros de los lugares pequeños huyeron a diversas partes con
el miedo que cobraron de la gran victoria que el rey don Alfonso y los
cristianos ganaron de los Moros…” (Moreno de Vargas)
Con Alfonso IX vienen
los Caballeros de la Orden de Santiago, que no demasiado después serán dueños
de casi la tercera parte del territorio que hoy conocemos como Extremadura, y cuyos
confusos orígenes encontramos en el año 1170 y en Cáceres, cuando trece
caballeros encabezados por Pedro Fernández de Fuentencalada, que se hacen
llamar los Fratres de Cáceres, se agrupan para la defensa de los peregrinos que
viajaban a visitar la tumba del apóstol Santiago. Con la supervisión de don
Pedro Gundesteiz, arzobispo de Santiago de Compostela, los obispos de León,
Astorga y Zamora, el cardenal Jacinto, legado del Papa, y don Cerebruno,
arzobispo de Toledo, de quien se dice tanto que el nombre le fue impuesto por
lo voluminoso de su cabeza, como que en verdad obedece a Bruno, su nombre, y
Celer, el listo, se redactó la bula fundacional de la orden militar de los Freires
(caballeros) de Santiago.
Apenas cinco años después, en 1175, el papa
Alejandro III dicta una bula por la que le confiere, le reconoce, le otorga a
la orden la función religiosa. Y diez años tardes, en 1185, posiblemente por
los intereses de los reinos de León y Castilla, la administración religiosa de
la orden se regirá desde dos Prioratos: Uclés para los territorios de Castilla y
San Marcos de León para lo que se llamó Provincia de León.
Son los caballeros de la Orden de Santiago,
los que integran las huestes de Alfonso IX y los beneficiados de la conquista
porque a ellos concede el rey gran parte de los territorios conquistados. A partir
de entonces, proliferan nuevos poblados, ribereños del Guadiana o se repoblaron
otros, tal vez ya existentes, cuya identidad se pierde en el tiempo y de los
que de algunos solo queda el nombre y el testigo de algunos mapas del siglo
XVIII que señalan su ubicación. Y es la Orden de Santiago, quien los hace, de
forma tímida y casi desinteresada al principio y de forma más intensa y efectiva
en el siglo XIV, luego que Enrique III “redujo
las caserías y aldeas pequeñas a otras para que fuesen mayores”
Allí estaba Aldea
del Rubio, de imposible localización hasta hoy aunque en la margen derecha del
rio Guadiana, y posiblemente no más allá de la desembocadura del rio Guadajira,
y que aparece mencionada en un documento de Alfonso X, fechado en 1276, por un
problema de jurisdicción entre la Orden de Santiago y el Concejo de Badajoz.
Y, siempre según,
a veces, el dudoso rastro de Moreno de Vargas “pocos
años después los mismos cristianos poblaron este lugar del Montijo, y lo mismo
el de Aldea del Rubio (que es La Puebla)” Y a la Orden de Santiago, y su Mesa Maestral, pasaron a pertenecer todos
los asentamientos, parajes, lugares, aldeas, villas y ciudades del tercio
central de las hoy provincia de Badajoz, y de la de Cáceres hasta más allá de Torremocha,
y al Priorato de San Marcos de León, la responsabilidad eclesiástica de sus 80 parroquias,
y de todo centro o institución en donde tuviera presencia la iglesia, así como
sus rentas, sus beneficios, su patrimonio o sus ingresos.
Fue,
pues, bajo la administración de Lorenzo Suarez de Figueroa, maestre de la Orden
elegido en los capítulos de Mérida de octubre de 1387 y al que las crónicas
santiaguistas definen como “grande de cuerpo,
algo robusto y recio y bien complisionado, gran trabajador en todas las cosas
que había que facer, nunca estaba ocioso ni posponió lo de hoy para mañana” [sic] cuando se inicia el despoblamiento de Aldea del
Rubio y la repoblación de un nuevo asentamiento.
Nada nos permite consultar las causas
y las razones que empujaron al Maestre para aquello, pero debió ser otra muy
diferente a la que las generaciones parecen haber aceptado y quieren creer que la
razón fue el Guadiana, “en cuyas
avenidas padecían muchas extorsiones, por lo cual dispusieron sus moradores
abandonarlos y fabricar en este terreno, por alejarse del rio…” Que es la opinión “solo
por tradición se sabe…”, de Juan
Ramos de Solís, Párroco de Puebla de la Calzada en 1798, vertida en el
Interrogatorio de Tomás López, geógrafo de su Majestad. Más fundamento tendría
el hecho de que, siendo el Maestre hombre de grandes y rentables negocios, vislumbrara
los beneficios que podía reportarle la gran extensión de terreno, fértil como
se ha demostrado, regado por el Guadiana, que entre Montijo, el río y Torremayor
– territorios de la Orden de Santiago – debería estar si no yermo, sí deshabitado y
desaprovechado o, cuando menos, mal y escasamente aprovechado. Que se
comunicaba con Mérida por un viejo y antaño importante camino romano y, además,
estaba a salvo de las embestidas del río.
Algún día de
los primeros años del siglo XV, Aldea del Rubio se fue quedando oscuro,
solitario, apagado y comenzó a desaparecer de la historia para dejar paso a la imaginación y asentarse en el ignoto rincón
de lo que fue a pesar de la ausencia de vestigios. Algún día, Puebla de la
Calzada echó a andar en la historia y se dejó adornar de la imaginación y los
rumores de su cuando y su por qué.
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